Por eso el bien más preciado es la libertad.
Miles de niños pasaron la noche con la emoción contenida de que algo fabuloso ocurriría a la mañana siguiente. Algo que jamás habían pensado que podrían perder ya que, se daba por hecho que formaba parte del devenir natural de sus días. Las expectativas eran muy grandes. ¿Cómo lo iban a recibir, cómo iban a reaccionar?
Algunos con gran temor al no saber el peligro que podría entrañar, pero, los más, transmitían una risa nerviosa que los hacía soñar con el gran regalo de su vida.
Eran los nuevo Reyes Magos, más verdaderos y generosos, porque actuaban de igual manera con todos ellos. Portaban en sus manos una mercancía que no se podía comprar y que, por ello la revestía de enorme valor. Era un regalo envuelto en una burbuja de aire que no se podía tocar, pero sí gozar.
Aquella mañana los niños despertaron con un horizonte que les prometía unos gramos
de libertad. Esos niños tan pequeños pero que las circunstancias les hicieron madurar.
Esos que, en la pequeña pantalla, hablaban del coronavirus como personas adultas
aleccionados por la vida tras cuarenta y tres días de obligado confinamiento.
Hoy cogerían sus pequeñas máscaras y con ellas cubrirían el risueño semblante de esa
gran ventana abierta
Mas, a su pesar, a muchos de ellos les acompañaría el poso amargo de haber perdido
en la contienda esos seres que velaron por ellos y los amaron por encima de cualquier
causa: sus abuelos, sus queridos abuelos. ¿Alguien les podría responder por qué
murieron en absoluto desamparo?

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