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lunes, 8 de junio de 2020

"EL JOVEN DEL PATIO", por CRISTINA ÁLVAREZ DE CIENFUEGOS


El patio de aquella casa entrañaba algo de misterio. Era aquella, la primera vivienda
que habité cuando me casé. Mi edad, para entonces, era casi la de una niña.
Vivíamos en la segunda planta y aquel piso lo estrenamos nosotros. Cuando llegamos,
el barrio en el que se ubicaba tenía un aspecto fabril, de gran movimiento y abundante
tráfico. La calle amplia, de un solo sentido estaba muy próxima a la Rambla principal en
el centro de la ciudad. Grandes ventanales se abrían al exterior desde los que se podía
observar todo aquel bullicio que, de alguna manera, me hacía compañía, mitigando
algo mi soledad de aquellos días.
En la acera de enfrente había un bajo dedicado a un taller de coches y motos.
Recuerdo cómo uno de los empleados, con cara de cordero degollado, me observaba
cada vez que me asomaba a la ventana, me siseaba y me hacía gestos, quizá para él
halagüeños, para mí no tanto.
Pero aquel patio interior, al que daba la cocina y tres habitaciones, no estaba exento
de misterio.



El primer piso de mi bloque lo ocupaba una familia con un par de hijos algo mayores y
cuya madre, una señora bien acomodada y parlanchina sufría algún tipo de demencia
lo que se traducía en un hablar mucho para decir bien poco. Todas las mañanas oía la
conversación que mantenía con la asistenta mientras ésta callaba. Una conversación
sin pies ni cabeza y, en la que cada frase, la finalizaba con la consabida muletilla “¿qué
me entiende…?”.
Los días avanzaban y, aunque muchas veces me sentía cohibida al asomarme a la
ventana por aquel admirador gesticulante, el piso era de lo mejorcito, amplio y
luminoso.
Pero una noche de verano, bien avanzada la madrugada, me despertaron los sollozos
lejanos de una mujer que, entre gemidos pedía “socorro, socorro”. Fueron momentos
de angustia, de incertidumbre por no saber lo que yo podía hacer, mantuve el oído
atento, y al cabo de unos instantes, el silencio más absoluto se hizo amo de la noche.
Jamás volví a saber de aquel incidente ni se oyó voz alguna que lo denunciara.
Junto aquel patío había un solar vacío en el que pronto comenzaron las obras para
erigir un nuevo bloque de edificios. Lo fueron levantando con notable rapidez, peldaño
a peldaño. Desde la primera planta hasta la sexta. Los obreros colgados de sus
andamios hacían verdaderos equilibrios. Desde mi cocina yo escuchaba sus chácharas
y risas a la hora en que se tomaban el bocadillo, en cierto modo me alegraban el día.
Pero aquel patio, antes luminoso, iba perdiendo la luz a medida que la altura del nuevo
edificio se acrecentaba. A mí comenzó a faltarme el aire al comprobar cómo se iba
transformando en un pozo oscuro sin apenas alegría.
Ocurrió en una apacible mañana en que el rumor del trabajo de los albañiles, se trocó
en una ola de lamentos y lágrimas que caía del cielo como plomo de una bayoneta. Fue
entonces cuando presa de pánico me asomé al patio puesto que, los lamentos
precedían de él. Creo que me faltan palabras para contar lo que vi, mejor dicho, para
expresar lo que sentí ante la pavorosa escena que se abría a mis ojos.
En el suelo de aquel patio oscuro, otrora luminoso y, en medio de un charco de sangre,
yacía sin vida el cuerpo de uno de los obreros del edificio en ciernes. Y aquellos
lamentos, aquellas lágrimas incontenidas eran del hermano y compañero de trabajo
del infortunado muchacho que se precipitó al vació desde una sexta planta.
Instantes después cubrieron su cuerpo con plásticos en espera de la llegada del notario
para dar fe de aquel absurdo accidente laboral. Su cadáver permaneció varias horas allí
postrado, inmóvil en las que creí desfallecer de angustia. Se llamaba José María, lo
recuerdo como si hoy se hubiera producido.
Desde entonces la casa se convirtió en maldita y el patio en un pozo negro de
desventuras. Tiempo después otra serie de acontecimientos confirmaron aquella
maldición. Pero eso ya, formaría parte de otro relato.

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