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viernes, 27 de noviembre de 2020

EL TESTAMENTO, por CRISTINA ÁLVAREZ DE CIENFUEGOS


Constantino había salido de prisión tras cumplir una condena de tres años por desórdenes públicos durante una huelga de estibadores.

Sus compañeros le habían dejado solo cargando él con las culpas. Perdió el trabajo y, lo que más le pesaba, era que esos antecedentes penales grabaron su vida con una tacha difícil de borrar. 

A su salida de prisión tuvo que alojarse en un cuartucho que le había proporcionado un antiguo amigo de su padre. Se encontraba al borde de la mendicidad, errando como cuerpo solitario por los barrios bajos de la ciudad. Esa ciudad postindustrial sumida en la bruma de los días grises.

Su ánimo se rebelaba porque a sus treinta y cinco años no tenía un proyecto de vida que llevar a cabo.

Sus padres, víctimas de una pandemia, habían fallecido y solo le quedaba una tía lejana de la cual no se sabía nada.


Aun así, Constantino apelaba a la divina providencia en aquellos días que más hubiera querido no haber nacido. Pero en su conciencia permanecía un débil rescoldo de religiosidad que su madre le había inculcado. En ocasiones extremas, se refugiaba en el atrio de una iglesia con la mano extendida aguardando la generosidad de alguna moneda. Acabada la misa, se adentraba en el templo y con inusitado fervor, unía sus manos en una plegaria a la par que, su mirada húmeda se deslizaba por aquella santa faz del Cristo crucificado.

Después deambulaba por las calles arrastrando aquel gabán muy usado, enorme para su talla, que había adquirido en una tienda de ropa de segunda mano.

La ciudad era inhóspita, sumida en una maraña de edificios mal ventilados donde él se sentía como el más perdido de los seres.


Doña Remedios tenía un carácter irascible. Bajo aquella apariencia de beatífica ancianidad, se escondía un temperamento recio, contundente, en el que había tenido que apoyarse para bregar con una vida que le había deparado álgidos momentos de felicidad frente a otros sumamente humillantes y desafortunados. Su tenacidad estaba hecha a prueba de bomba.

En su juventud se había visto abocada a un mundo de prostitución, en el que conoció a muchos hombres que no buscaban en ella más que un alivio a sus necesidades más perentorias. Fue allí donde quedó parte de su vida y, fruto de un embarazo mal aceptado, pero al fin deseado, nació su Ricardito. Un niño rubicundo de mofletes coloreados digno modelo para un cuadro de Rubens que se convirtió en el motor de su existencia.

ANTHONY PERKINS 1957

Andando los años con gran esfuerzo de su joven madre, y cumpliendo su temprana vocación, Ricardito se hizo marino para recorrer aquellos mares que bajo el influjo de las novelas de Julio Verne, tanto le atraían.


A trancas y barrancas doña Remedios bajó las escaleras de su casa para dirigirse al callejón cercano donde Polifemo parecía tener su propio urinario. El chucho se arrimaba a una de las paredes y alzando su pata la regaba con gusto. A continuación, la anciana se dirigía al colmado donde Rosarito la atendía con singular atención a la par que mantenían unos momentos de agradable conversación. Después sacaba de un viejo monedero los cuatro cuartos para pagar su menguada compra y se retiraba arrastrando a Polifemo por las callejuelas semi desiertas.

La vida de doña Remedios era muy rutinaria, procuraba salir lo menos posible ya que sus piernas le flaqueaban cada vez más. 

Pero doña Remedios era muy previsora y tantos años de soledad la obligaron a tomar decisiones muy calculadas. Sus visitas al colmado de por las tardes con la consiguiente cháchara de Rosarito constituían el único momento en el que se consideraba un ser algo sociable. En la tienda se encontraba con los rostros de siempre, gente del barrio que transitaba los mismos lugares en los que ella vivía su retirada vejez. Pero con relativa frecuencia, se topaba con un joven bastante desharrapado que lucía un gabán de largas mangas cubriendo parte de sus manos, de gruesos lentes redondos y una tez blanca y desnutrida. Solía comprar un panecillo y una sardina en salazón. Quizá era ésa su única cena. Se fijaba en él ya que por edad, le recordaba a su Ricardito y se veía siempre tan taciturno y solitario…


Aquella tarde Constantino salió de su casa arrastrando su figura desgarbada. Tras de los gruesos cristales, sus ojillos miopes saltaban con la calentura de un brillo especial. Su errabundo caminar se había tornado en paso firme que lo conducía entre la ingente masa callejera.

Su plan preconcebido tiempo atrás, iba a realizarse tal día como hoy. Las calles ofrecían el mismo aspecto de siempre, sumergidas en una espesa bruma. Nadie tenía acceso a sus pensamientos, todo lo había planeado en solitario.

En torno a él los personajes anónimos transitaban distraídamente, ellos no ofrecían ningún peligro.

-Es la hora en que doña Remedios saca el chucho a pasea y no solo a eso sino también a enguarrar la calle, qué vieja tan despreciable y pensar que está forrada, cualquiera lo diría con esa vestimenta que luce raída y maloliente-

El portal era antiguo y la escalera empinada, un olor a humedad se percibía desde todos los rincones. La bombilla escuálida alumbraba escasamente la entrada, mientras que en el techo lucían marañas negras.

-Es en el segundo piso- 

Constantino nunca se había atrevido a tanto, pero la extrema pobreza había hecho presa en él llegando a ser insoportable. No era de justicia que la vieja avara tuviera tanto debajo del colchón o, quizá en la alacena o detrás de un mugriento cuadro. Cuántas veces la había oído alardear en la tienda de lo que le mandaba su Ricardito todos los meses. Sí, Ricardito ganaba mucho dinero, navegaba desde que se hizo capitán de la marina y, que era un buen hijo, saltaba a la vista.


Doña Remedios nunca recibía visitas, era de costumbres fijas. Una vez al mes los únicos que se atrevían a llamar a su puerta eran el cobrador de la luz y el cartero que venía a traerle el consabido giro de su adorado amor.

Si por casualidad la campanilla de la puerta sonaba y ella, tras escudriñar por la mirilla, comprobaba que no correspondía a ninguna de estas dos visitas, comenzaba a vociferar con tan mala leche que el incauto que hubiera osado perturbar su soledad, salía escaleras abajo saltándose los peldaños de dos en dos.

Constantino confiaba en su habilidad, tenía que apresurarse y aprovechar la escasa media hora que la vieja dedicaba al paseo vespertino de Polifemo. Su mente ya estaba paladeando el éxito, era cuestión de un abrir y cerrar de ojos.

Con el mínimo esfuerzo introdujo la palanca en la cerradura, un par de vueltas y ésta cedió al instante.

La puerta tras emitir un quejido, se entreabrió suavemente. Constantino penetró en el interior tanteando en la oscuridad, el silencio era total pero un fuerte olor le sacudió el olfato, siguió avanzando a través de la penumbra.

Por unos instantes los latidos de su corazón aceleraron el ritmo al tiempo que una pavorosa visión contrajo sus pupilas. En el suelo yacía el cuerpo sin vida de doña Remedios y unos pasos atrás el de su fiel Polifemo… Mientras, la llave del gas dejaba escapar sus mortíferos vapores.

Pasaron unos minutos en sobreponerse, tanteó como pudo hasta cerrar la llave de paso y cortar el siniestro vaho a la par que, dirigía una inquisitiva mirada en derredor. Su mente fría comenzó a posicionarse y a hacerse dueña de la situación. Era una mísera vivienda pobremente amueblada, en el interior del dormitorio y sobre una cómoda, en lugar preferente podía observarse la fotografía enmarcada de un niño de cabellera rubia y ensortijada vestido de marinerito con un rosario en sus manos. Y sobre la cama un sobre desgarrado apresuradamente cuyo contenido era una carta mecanografiada.

Constantino no sin cierto reparo, cogió la carta. A cada línea sus ojos se contraían. No daba crédito a la breve misiva en la que se comunicaba a doña Remedios el fallecimiento de su hijo don Ricardo Mendoza capitán de la marina, a causa del naufragio sufrido por el buque en que viajaba y debido a un enorme temporal en aguas del Atlántico.

Constantino se quedó petrificado pero pronto se sobrepuso, no podía desviar su atención del objetivo que le condujo allí. Había que actuar con rapidez y sin dejar huellas. Comenzó a dar vueltas escudriñando todos los recovecos de la vivienda. Sus ojos se fijaron en una pequeña caja de lata sobre una de las mesillas de noche. Movido por la curiosidad, la abrió con cierta expectación. Una cuartilla de color rosa primorosamente doblada era el único objeto que contenía. Las letras allí escritas denotaban por su caligrafía, que pertenecían a una persona de edad avanzada y pulso tembloroso. Leyó atentamente, y comprobó cómo la firma de doña Remedios rubricaba un testamento en el que dejaba como único heredero al joven del viejo gabán, gruesos lentes y rostro pálido, cliente del colmado regentado por Rosarito y para más señas, de nombre Constantino. Todos sus ahorros se hallaban depositados en el Banco Central de la calle Marianela número diez. 

Y bajo un recuadro en la parte inferior, podía leerse en una postdata su deseo de ser enterrada junto a su fiel Polifemo en tumba bajo tierra.





sábado, 14 de noviembre de 2020

NUEVE MESES DESPUÉS

Así de triste es la soledad
Nueve meses después del confinamiento seguimos esperando la llegada de esa vacuna que, está claro, requiere un periodo de gestación mucho más largo. Estamos prácticamente en el punto de partida: seguimos confinados y ahora por partida doble. Por un lado, huyendo de aquellos lugares donde pudiera estar el maléfico virus y, por otro con la mente limitada por el miedo, por la incertidumbre, por la tristeza..., por tantas razones que confinan nuestra alma. Ya no queda mucho espacio para la alegría, para la cotidianidad que, incluso sin saberlo, nos hacía felices. Nuestra vida ha cambiado y dicen los entendidos, que cada vez  lo hará más, que nada va a ser igual. Lo peor, en mi manera de sentir, es la sensación de haber perdido la libertad, de depender, amén de las mutaciones y cabriolas del virus (ahora test negativo, mañana positivo...), de las decisiones, que no parecen muy acertadas a juzga por los resultados, por los sabios que desde La Moncloa dan ordenes y contraórdenes de difícil comprensión y mucha menos efectividad. Todo ha cambiado y, para peor. Todos hemos perdido algún amigo, o varios, o familiar. Los médicos se quejan porque ya no pueden más, los comerciantes también porque tampoco pueden más, los jubilados aguardan con resignación para poder ver a sus nietos y, lo más importante, para que el Coronavirus no los lleve por delante. La hostelería se hunde, el turismo también. Muchos dentro de poco, si no lo son ya, serán muy pobres. El Banco de Alimentos agota existencias, otras enfermedades no menos mortales no son atendidas. ¿Y los ancianos de las residencias? Ese tema prefiero casi ni tocarlo; la pandemia se los sigue llevando en soledad, algunos hace meses que no ven a sus hijos, a sus nietos, a... Los protocolos, ¡ay los protocolos!, esas medidas que los obligan al aislamiento para que no se contagien. Pero algunos no morirán de Coronavirus, morirán de pena, de tristeza, de soledad. Y para muchos es posible que estos meses, por edad, sean los últimos de su vida. Ya no les queda mucho camino para recorrer y nos empeñamos, se empeña quien dicta las normas, en dejarlos morir en soledad, sin despedida, sin...libertad para decidir si prefieren vivir, o no, en estas circunstancias. Yo me pongo en su piel y pienso qué querría yo en sus circunstancias: sin duda morir.