para revolver pensamientos y recuerdos aletargados. Hoy, la tristeza me ha traído la
figura de aquella mujer de antaño, la que el tiempo nunca borró. Y es que, siendo yo
muy niña y sin saber casi nada de la vida, intuía que Carmen, era el triste ejemplo de
mujer maltratada.
Carmen acudía a mi casa algunos días por semana para ayudar a mi madre en las
múltiples tareas de casa. Mis cinco hermanos y yo le dábamos bastantes horas de
dedicación y trabajo y ella sola no daba abasto.
Pero Carmen a mis ojos, era una mujer singular. Provenía de algún lugar de
Extremadura y aterrizó en aquella ciudad bañada por el Ebro, al igual que tantas
personas, huyendo de la pobreza y en busca de lograr algún sustento por precario que
fuera.
Carmen, pese a su juventud, era una mujer ajada por el mal vivir. De su rostro,
prematuramente envejecido, sobresalía una raída y escasa dentadura que cuando
sonreía descubría unos huecos faltos de piezas. Su piel cetrina, sus ojos hundidos y su
cabello permanentado y ralo, le daban un aspecto de desaliño rayando en el
abandono.
Aun así, Carmen era alegre y cantarina. Se reía por cualquier cosa y de continuo en sus
labios se dibujaba el nombre de su hombre. Cada vez que lo pronunciaba, hacía una
pausa semejante a una leve y respetuosa inclinación de cabeza. Era el nombre de su
amo y señor, el que la maltrataba a diario. Cuando Carmen se refería a él se le
iluminaba la mirada y la voz le temblaba. Él era “mi Fernando”.
“Mi Fernando” no trabajaba, era un gandul que se aprovechaba de lo que ella mal
ganaba. La tenía poseída, la esperaba a la salida del trabajo todos los días y ella le
rendía cuentas. También le ponía la mano encima propinándole grandes palizas. Pero
ella lo negaba. Siempre se inventaba alguna historia para no involucrarle. La mantenía
atada física y emocionalmente. La dominaba hasta el punto de decidir los días que
debía ir al trabajo y los que no.
Carmen era, como allí llamaban a los inmigrantes “una charnega”, una pobre mujer
forastera.
Hubo una semana en que Carmen dejó de venir a casa. Al cabo de unos días apareció
con un ojo morado contando que había tenido “la gripes”. Y es que a “mi Fernando” le
gustaba empinar el codo y de ahí tanta vida devastada.
Aun así, Carmen bebía los vientos por su Fernando, jamás lo denigraba. Estaba ida por
sus huesos.
A veces Carmen y yo nos subíamos al terrado de la casa para tender la ropa bajo un sol
que asfixiaba. Una de aquellas tardes me pidió que la acompañara pues me quería
mostrar una visión que, según ella, se le repetía con cierta frecuencia. Mi inocencia de
entonces me llevó a creer sus palabras. Así que, no subimos las dos al terrado en
espera de que tal suceso se tuviera lugar. Ella me dijo:
- Estate atenta, ya verás como no tardaremos en ver en el cielo a la Virgen María
paseando con el niño Jesús dentro de su cochecito.
Yo, con mis ojos muy abiertos atentos y aguardando…
Las dos nos mirábamos, mi expresión interrogante, pero nada. Bajo aquel cielo azul y
el sol de la tarde, lo único que se movía eran las blancas sábanas colgadas de sus
alambres.
- Pero Carmen ¿por qué no vemos a la Virgen?
Ella se mantenía en silencio, incrédula. Aquella tarde la Virgen le había fallado.
